Mónica,
Yo debo hacer una confesión: tuve que dar mi perro en adopción. Juro que me arrepiento todos los días, me siento una mala persona. Pero yo tuve un perro violador, un perro alzado las 24 horas del día. Salir con “Pulga”, que así se llamaba mi ex-perro, era una travesía, una especie de papelón. Pulga veía una pierna descubierta y enseguida estaba ahí, dele que te dele, dándole a cualquier persona, pierna, brazo, en realidad le daba a lo que se le cruzara. Ni te digo cuando aparecía una perra… me acuerdo que agarró a la Caniche Toy de Graciela, ¡casi la descuartiza! Le quería lamer todas las partes a la pobre perrita.
La cosa es que me empezaron a señalar en todos lados como la dueña del perro pajero. Yo lo defendía, y lo defendí todo el tiempo que pude. Pero llegó un día que dije: Basta. Y ese fue el día en que el perro se me metió en la cama, yo sentía como un peluche al lado mío mientras dormía y cuando abro los ojos era Pulga, dele que te dele sobre mí. Ahí dije: No puedo más. Yo no soy la mejor dueña para éste perro. Así que lo dí a un campo de perros libres, es una comunidad en las afueras de Buenos Aires. Ahí los perros viven en grupo, se hacen amigos y corren todo el día. Cada tanto voy a visitarlo y le acaricio el lomo. El todavía me reconoce y enseguida que me ve, yo me saco los zapatos y, le dejo que me lama los pies.
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